Saturday, July 21, 2012


Hoy pasé por tu casa. Paso casi todas las semanas, Carlos, por tu casa. Desde que regresé, me da miedo ir a visitar a mi madre por esos cuatro segundos en los que adivino tus paredes blancas detrás de la esquina, e intento no mirar a mi alrededor y me traiciono, y el camino entero de mi casa a la de mi madre se convierte en una espera dolorosa de ver la estatua de ese jinete anunciar desde la distancia el lugar en el que mi día se queda anclado, esperando verte, esperando no verte, esperando que me veas por planeado accidente. Y planeando me debato entre elegir caminos que se cruzan con tu viajar por esta ciudad en la que te escondes o evitarlos, y casi nunca los evito, Carlos, porque me da un terror paralizante encontrarte pero me encanta correr hacia el miedo, tú ya lo sabes. Y entonces mis días se convierte en un mental y silencioso repasar de tus horarios y rutas, adivinándote, sabiendo que seguimos andares paralelos, con un hormigueo en la punta de los dedos al pensar que una vuelta en falso, unos instantes de más o de menos pueden significar perderte. Y es un juego contra mí misma, está claro; tú y yo nos encontramos cuando no te busco, cuando no me planto en medio de tu camino esperando que pases y rompiendo así el ciclo de la causalidad.
México me enferma porque tu sombra se esconde debajo de mi cama y no me deja dormir, se cuela entre mis dedos y no me deja escribir, se abraza de mis pasos y no me deja andar, Carlos. México me rompe porque cada esquina es una posible emboscada, como cuenta Elisewin en esas páginas de mar de Baricco, un motín que nunca llega, una guerra fría entre resistencias. Y yo resisto sólo porque tú lo haces, porque admiro ese estoicismo con el que te levantas cada mañana al lado de una mujer que amas a medias, y le haces el amor pensando en mí, y me hablas a través de ella, y te preguntas, y guardas silencio, y todas esas cosas que yo no sé hacer, porque sólo tú sabes llevar las cosas hasta su última consecuencia y reconocer el momento en que ésta llega. Yo resisto por esa capacidad tuya de comprometerte, aunque sea con una verdad que no es la mía, porque es una verdad que entiendo, y entiendo tu necesidad de vivirla hasta que se convierta en una mentira, porque sólo entonces estarás listo, ¿verdad Carlos? Sólo cuando termines de quemar la mecha de tus culpas y calmes finalmente esa sed de masoquismo y como Dominique finalmente entiendas que no te puedes odiar a ti mismo porque es imposible odiar a alguien como tú, porque estás hecho de un solo material pero aun no lo ves, y este intento tuyo por mancharte hasta sentir vergüenza de ti mismo está destinado a fallar porque lo haces conscientemente, Carlos. La gente a la que te intentas parecer actúa en inercia, no saben el final de la historia, ignoran y no pretenden ignorar. Ignoran su ignorancia, Carlos, y tú no puedes escapar esa certidumbre que está sentada mirándote desde las páginas de un libro de Murakami. Tú sabes muy bien lo que estás haciendo, y por eso no puedes evitar fallar, porque has dejado de ser ciego, porque eres un ser de carne y hueso a la deriva en un mar de fantasmas y muertos en vida. Estás destinado a fallar porque estás vivo y no puedes luchar contra esa honestidad tuya que te rompe los huesos.
Estoy tan cansada de tu paciencia. Y a pesar de eso, te respeto profundamente por ella. Porque yo tengo permiso de odiar, y odio con cada fibra de mi cuerpo esta espera, pero no podría perdonarte que fuese de otro modo, que no terminaras lo que comenzaste, porque te quiero limpio, entero, decidido, quiero que agotes hasta el último recurso, que hagas todo intento por entregarte plenamente a Ximena, por hacerle el amor con cada trozo de tu alma, quiero que la ames hasta el cansancio, hasta que llegues al final de la línea, hasta que te sangren las manos de tanto acariciarla. Porque sólo entonces podrás mirar en tu interior y encontrarme a mí. Hasta ese día, cuando te destroce el peso del vacío que encontrarás al otro lado del espejo, no te quiero, Carlos, ni un trozo de ti. Porque te quiero entero y hasta el final, quiero que quemes tu amor por Ximena hasta las últimas consecuencias.

Thursday, July 12, 2012


Te tengo que pedir perdón por ese libro que te di, que es una bomba de tiempo, y tú y yo lo sabemos, y es injusto y sucio jugar así. Es una bomba de tiempo para los dos, porque te mirará desde tus estantes atiborrados de volúmenes y te susurrará en las noches, y tú y tu voluntad de hierro y esa nobleza tuya que me hace enloquecer se van a resistir quién sabe cuánto tiempo más. Vas a entrar a tu cuarto y lo pasarás de largo, porque nadie más en el mundo podría hacerlo, Carlos, tener un libro que te está esperando con un mensaje que mueres por escuchar, y no tocarlo, y no abrirlo, y no acercarte a él, y es que estoy segura de que vas a esperar hasta estar listo, carajo, y eso sólo tú lo sabes, cuándo te vas a cansar de este juego de no estar y finalmente vas a enfrentar tu pasado. Y una vez más, como Dominique y Roark, me toca sólo esperar, y es por eso que el libro es una jugada sucia, porque es un gesto de incertidumbre, ¿lo ves? Roark jamás dudó, estuvo siempre seguro de que Dominique regresaría, y por lo mismo no tuvo necesidad de ir a colgarle al cuello un ancla, una carta sin destinatario, con el remitente escrito en letras rojas, que tarde o temprano tiene que regresar. Me disculpo porque tú y yo nos entendemos, pero siempre he sido yo la impaciente de los dos. Entendemos que vernos es un peligro y un regalo, independientemente de qué y cómo hablemos, de lo que digamos, porque las palabras son lo de menos, lo importante es su presencia, la nuestra. Y esa certidumbre que flota en medio de nosotros, esa obviedad de la que hablamos sin hablar de ella. Es como los eufemismos de Sabines, aunque espero curarme de ti nunca ha sido para ti. Yo espero no curarme de ti nunca, y quererte más de una semana. Pero es cierto que sabes cómo te digo que te quiero, cómo nos decimos que nos extrañamos y nos necesitamos y nos pensamos y nos respiramos y nos dolemos y nos esperamos. Así, caminando sin rumbo fijo por la Condesa, dejando nuestro trabajo atrás, cuando desaparece la tensión y el estrés de tener que llegar, porque de pronto nada de eso importa ni existe, ninguna responsabilidad ni objeción externa ni compromiso, sólo poder andar una cuadra más, y es que siempre te he querido más cuando no estás, cuando no me miras con esos ojos que dicen que se te va la vida por mí. Cómo me duele que me quieras tanto, Carlos, y cuánto quiero que me quieras más. Y eso no hay necesidad de ponerlo en palabras, y por eso me disculpo por el libro. Porque sé que en ti no hace ninguna diferencia y que entiendes mi falta de cordura y que necesito ese tipo de gestos para sentirme segura, pero que tú te mueves en otro tiempo, que para ti son claras ciertas cosas que a mí me tienen que explicar. Y jamás pensé que en esto me sentiría tan frágil e incapaz como La Maga, porque he sido yo siempre el Oliveira de las relaciones, dando las cosas por sentado, menospreciando a mis magos, resoplando por tener que llevarles siempre de la mano. Así fui siempre incluso contigo, Carlos. Pero ahora necesito que me tengas paciencia tú a mí, porque yo te puedo hablar mucho de todo menos de mí, porque mi entendimiento del mundo ha sido siempre externo y tú tienes esa maldita intuición que a mí me falta, de entender lo que no se dice, y yo jamás te he dicho que soy de papel celofán y tú lo entiendes, y entonces necesito que me perdones esa bomba de tiempo escrita por Murakami, que me lo perdones no por ti sino por mí, y tal vez un poco por orgullo pero sobre todo porque quería mantener la poesía de esta espera y no puedo.

Volví a soñar contigo. Íbamos en un coche, camino a casa de mi madre, y te perdías entre las calles de Tecamachalco, y te desesperabas, y golpeabas el volante y apretabas la quijada y te avergonzabas por no poderme llevar. Me mirabas buscando ayuda y yo no respondía, porque yo quería que te siguieras perdiendo, Carlos, para poder verte un minuto más. De pronto llegábamos al final de un camino, a lo alto de un parque. Yo te enseñaba la casa de Daniela Soberón abajo, entre los árboles, y tú soltabas el volante y gritabas con enojo, por la impotencia de no encontrar el modo de llegar y ante todo, de no encontrar respuesta en mí. Sólo aparente indiferencia... Quizás es un poco como nuestra relación, Carlos, tú siempre buscando la manera, como un demente, de que funcionase, de que llegásemos a algún lugar. Y no te importaba a dónde, siempre que llegáramos. Y a mí nunca me importó llegar. Yo te miraba buscar desesperado las calles, y me reía para mis adentros. Y entonces, en lo alto de esa colina, en un gesto despistado, tomé entre mis dedos un mechón de tu pelo, y jugué con él. Bajaste la mirada, y entonces me di cuenta de que no estábamos juntos. Alejé la mano y me disculpé. Porque entre nosotros un gesto así puede romper todo el equilibrio que hemos construido estos meses de separación. Cayó sobre nosotros un silencio, y me sentí culpable, Carlos, porque entiendo que no tengo derecho de jugar con tu pelo despreocupadamente como hacía Edmond Dantes con el suyo, porque tocarte es peligroso para ambos y para ese día en que subas a un edificio en construcción y me digas sin palabras lo que los dos sabemos. Porque es faltarle al respeto a ese entendimiento mutuo. En mi sueño tomó un instante cruzar el límite de la obviedad que cuelga entre nosotros como un ahorcado y nos despierta por las noches cuando soñamos sueños diferentes, siempre negativas de futuros que no llegan. Y acto seguido me besaste, porque una vez traicionado el pacto de silencio no había otra cosa que hacer que entregarse, y nos entregamos y dormimos juntos para no despertar, al menos no hasta que la tinta se secase en el tintero, por esa promesa de albergues de mujeres tristes que nos hicimos sin saberlo. Y mi sueño terminó contigo a mi lado, pero al despertar no estabas, Carlos, nunca lo has estado.