Carlos,
Acaban
de ofrecerme la oportunidad de partir, una vez más, como tantas otras. Y he
pasado estos últimos días debatiéndome entre hacerlo o no, porque a diferencia
de esas otras veces, hoy me es difícil ser honesta conmigo misma acerca de mis
razones para hacer o dejar de hacerlo. Siempre he partido en egoísmo, Carlos,
eso lo sabes bien, y esta vez no sería diferente. Siempre he partido huyendo,
pero nunca había sido de ti. Y ahora que estoy de vuelta en este lugar al que
no pertenezco, la presencia de tu fantasma, de la posibilidad de ti disfrazada
de ausencia, me está robando la cordura, el sueño, el habla, las fuerzas. Te me
has colado debajo de la piel, y por más que intento escupir mi corazón no logro
sacarte, aunque me arranque a pedazos cada centímetro de este lienzo que me
cubre en el que ya estás, también tú, tatuado. Quizás siempre lo estuviste,
Carlos, desde ese primer momento que ya se anunciaba como la crónica de la
muerte del libro de García Márquez. Y es que no era inevitable, pero en esos
momentos no había modo de predecir que estaba cavando mi propia tumba, la
nuestra. Han pasado casi ocho años, y no te me has desprendido ni un momento
desde entonces. Y me ha tomado tiempo llegar a este entendimiento, esta
certidumbre que llevan cargando tantos a nuestro alrededor, guardando el
testigo de nuestra ceguera, como El Pájaro Espino y ese secreto a voces que
terminó por carcomerle el alma a una familia entera, porque no hemos sido lo
suficientemente adultos para morirnos solos. Y es por eso que me quiero ir,
porque aquí cada lugar es un recordatorio, cada persona que me habla de ti sin hacerlo, estos eternos
eufemismos escondidos en las bancas y en las calles y en los objetos que
ocultan memorias vividas y por vivir. Volver a México es entrar en un panteón
de nosotros y lo que no hemos sido, Carlos, protegiéndome contra la expectativa
de ser apuñalada por tu sombra a cada instante. Y como Anais Nin, paso los días
besando sombras de desconocidos que me dan la espalda, y mis besos se quedan
anclados en ese gris efímero e indiferente, mis besos nunca tocan el suelo,
nunca se materializan. Si estoy lejos puedo pretender que nada de esto existe,
puedo caminar segura, sin miedo a emboscadas, como si hubieses muerto. Si parto
mueres por un momento, y yo puedo comenzar a vivir de nuevo. Yo no tengo tus
fuerzas, Carlos, soy mala pretendiendo, soy impaciente y caprichosa, no he
aprendido a copiar tu disciplina por pereza y por orgullo, porque no necesito
quemar mis naves, porque mi corazón no es tan fuerte ni tan grande como el
tuyo. Yo tengo poco corazón, Carlos, pero el que tengo es frágil y es de una
pieza, y no lo puedo someter a esos juegos que escribes tú con Ximena. A mí me
faltan incertidumbres, me faltan ganas de equivocarme, de probar mis errores,
mi humanidad. Tú y tu necedad por no discriminar, por ser flexible, esa maldita
valentía tuya de intentarlo aunque sepas que vas a fallar. Yo soy Maquiavélica,
no creo en esos cuentos de procesos que valen la pena. A mí me gustan los
puertos de arribo y dice Jorge Amado que lleva mi embarcación pintado uno en el
costado. A mí me gustan las anclas, me gusta ver que se hundan en la arena
hasta asfixiarse, y no me atrevo a volver a levarlas, Carlos, soy demasiado
débil e idealista. Y estar en México es un navegar a la deriva, a dos metros
del muelle, sin poder bajar jamás a tierra, y entonces prefiero el mar abierto,
no llegar nunca, vagar hasta que sea el momento, siempre a una distancia segura
de la costa. Carlos, yo no quiero costas extranjeras, y me tomó tiempo, tanto
tiempo y dolor entenderlo. Y ahora hay dentro de mí una paz cansada pero lúcida,
dispuesta a cargar esto en silencio como lo hizo Roark, con un dejo de alivio,
cuando se tiraba en el césped a mirar el cielo y Wayne no podía entender de
dónde salía esa tranquilidad, imagínalo, Carlos, recuérdalo. Y Dominique
entendía, es claro, pero tú, ¿lo entiendes? Y es por eso que debo partir,
porque sólo en tu ausencia puedo vivir tranquila.
No comments:
Post a Comment