Sunday, August 19, 2012
No puedo hacer esto, Carlos. No puedo continuar viviendo en una ciudad que te pertenece, con tu fantasma acechándome en cada paso, buscándote entre sombras, durmiendo con el humo de tu partida. Es demasiado cruel, este estar tan cerca tuyo, como en un cementerio, y no poderte ver. Hoy entendí por primera vez que tengo el corazón roto. Me tomó tiempo, verdad? Iba camino a comprar un libro de Arundhati Roy, sabiendo que es la hora a la que entras a trabajar, y deseando con una fiebre ciega que nos cruzáramos, como La Maga y Oliveira, sin buscarnos pero encontrándonos. Salí de la librería y caminé de regreso, sabiendo que con cada paso me alejaba un poco más de la posibilidad de verte. No nos encontramos. No nos encontraremos, Carlos, tú y yo, hasta que tú lo decidas. Me di cuenta esta mañana, cuando el peso de ese libro en las manos me impedía seguir andando, y me faltó la respiración y tuve que apoyarme contra el tronco de un árbol y acariciar desesperadamente su corteza para sentirme viva, para recordarme que sigo aquí, para obligarme a seguir adelante con tu ausencia a las esppaldas. Y me di cuenta de que quizá sea eso, de lo que habla la gente, cuando dice que se le ha roto el corazón. Es un estado de calmada agonía, de ir lentamente de un segundo al siguiente, haciendo acopio de cada fibra de autodeterminación de tu cuerpo, llamando fuerzas de rincones de tu ser para no desmoronarte a cada segundo. Me estoy opacando por dentro, Carlos, se me están terminando los colores, me seco como la orquídeas que ya no muestra sus pétalos al sol en mi habitación, porque no puedo tenerte. Me dueles en cada centímetro del cuerpo, perenne, profundamente. Y ahora veo que tener un corazón roto no es ninguna ilusión romántica de cuentos de hadas, sino un desgastamiento físico indescriptible que grita desde tus adentros, con las lágrimas a flor de piel en todo momento. Me estoy muriendo, Carlos, y hasta hoy, no lo había entendido.
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